En el lenguaje cromático, los nombres de los colores están estrechamente relacionados con la su aparición secuencial –histórica– en el entorno del ser humano, y por lo tanto, su necesaria identificación. Resulta curioso que, si bien un ojo humano entrenado puede llegar a distinguir teóricamente nueve millones de tonalidades de colores, el hombre sólo dispone de un reducido repertorio verbal para designarlos, agrupándolos en inmensas categorías cromáticas. De esta manera llamamos “rojo” a un universo inacabado de matices, alejándonos de la exactitud cromática.
Cuando hablamos de colores, generalmente nos referimos a los matices cromáticos saturados. Pero a lo largo de la historia el hombre fue nombrando los colores, según los fue descubriendo, y según el uso que les fue otorgando. Si observamos los orígenes del lenguaje referido al color, la realidad es que los términos más antiguos en cualquier idioma para calificar a un color son siempre el blanco y el negro –matices acromáticos– y que deberían traducirse por “claro” y “oscuro”. Estas palabras se referían a grados de luminosidad y no a un color cromático. Si añadimos el “rojo”, vemos que éste se utilizaba comúnmente para describir toda la gama de colores cromáticos, que iba desde el café, pasando por el rojo, hasta el amarillo.
Nadie sabe exactamente como surgieron los actuales términos precisos que definen a los colores, pero es evidente que deben tener una parte muy importante en ello el entorno, la cultura y el progreso económico. Los habitantes del desierto poseen una amplia gama de palabras para calificar los amarillos y los cafés, los esquimales tienen un extenso vocabulario para diferenciar varios colores y condiciones del hielo y de la nieve, y los maoríes tienen más de cien expresiones para cubrir lo que nosotros llamaríamos simplemente “rojo”.
Por ejemplo, un interesante estudio del lingüista George Mounin ((FERRER, Eulalio, Los lenguajes del color, Fondo de la Cultura Económica, Mexico D. F. – MÉXICO)), realizado en la República Centroafricana, demuestra que la lengua natal, el sangro, solo reconoce tres colores fundamentales: vulu, que es el blanco; vuko, que comprende esa inmensa gama del espectro que nosotros identificamos como violeta, añil, azul, negro, gris y café oscuro –colores oscuros– y bangmbwa, que designa a todo color cercano al amarillo, café claro, naranja, rojo, bermellón y dorado, –colores claros–. Si en las zonas africanas se cuentan hasta 50 palabras para describir las distintas tonalidades del negro, en las zonas polares existen más de 12 denominaciones para el color blanco.
Por su parte, los franceses distinguían el rojo como el color propio del vino, en tanto que para los griegos la bebida era negra y para el pensador galo Lamartine era indiscutiblemente azul. Los griegos y los romanos, si nos atenemos a las observaciones de Félix de Azúa, nunca vieron el mar de color azul. O era oinapos –color del vino–, o era caeruleus, que vendría a ser un verde oscuro. El español del Atlántico dice que el mar es verde oscuro y el francés del Mediterráneo dice que es azul fuerte, en tanto que para el italiano es gris opalino. Los colores están cargados de significaciones secretas, ajenas a la naturaleza misma.
Esto produce además que aunque algunos idiomas contengan miles de nombres de colores, la mayoría de éstos son palabras como “parecido a”, y que pueden cambiar en cualquier momento por lo tanto, son de interés secundario. No importa cuántas expresiones pueda tener un lenguaje para describir los matices del rojo, por ejemplo, ya que todas ellas estarán subordinadas a la idea básica de rojo –como escarlata, bermellón, carmesí, color ladrillo–, y todas están comprendidas dentro del concepto de “rojo”.
El vocabulario cromático actual en las lenguas más ricas o cultas, también es lastimosamente reducido: menos de una docena de palabras, para referirse a los matices básicos. Todas las demás palabras referidas al color –nombres de variaciones de colores– son resultado de 4 posibles procedimientos, según Faber Birren ((VV.AA. El gran libro del Color. Marshall Ed., 1982, Barcelona – ESPAÑA)):
a) Calificación o adjetivación de un matiz básico: como azul claro o verde oscuro;
b) Relación de un matiz básico con el nombre de un objeto o un material: como amarillo oro, verde limón o blanco marfil;
c) Unión de dos palabras que corresponden a colores básicos: tales como azul–verdoso;
d) Invención de un nombre circunstancial: como el color magenta, que era originalmente el nombre de un tinte inventado en 1859, el año en que los franceses y sardos derrotaron a los austriacos en la batalla de Magenta, en el norte de Italia.
En el caso del color azul, por ejemplo, algunos de sus matices se denominaron de la siguiente forma: la palabra azul viene del persa lazhward, y se refería a una piedra azul, el lapislázuli. Ultramarino significa simplemente que este color venía de ultramar o “más allá del mar”, mientras que el índigo es una abreviatura de “blue Indian dye” o tinte azul de las Indias. Por su parte, el nombre del púrpura procede del griego porphyra, el crustáceo del cual se fabricaba la púrpura de Tiro.
Los científicos que estudian la historia y el desarrollo de las lenguas suelen prestar mucha atención a los nombres de los colores. La visión del color es común a toda la humanidad y, para fines de comunicación, todos los pueblos han intentado definir los colores.
Hace unos cuantos años, dos antropólogos americanos, Brent Berlin y Paul Kay, realizaron un estudio exhaustivo sobre los nombres de los colores de 98 diferentes idiomas, y llegaron a la conclusión de que realmente existen términos universales básicos para los colores, pero que no hay más de 11 en cualquier idioma. En teoría, puede haber cualquier número, del 1 al 11, y en cualquier combinación.
Pero el segundo descubrimiento sorprendente de Berlin y Kay consistió en que, si un idioma tiene menos de 11 palabras básicas para los colores, existen unas limitaciones tan estrictas respecto de cuales son estas palabras, que de las 2.048 posibles combinaciones, unicamente se dan 22. Las reglas son ((VV.AA. El gran libro del Color. Marshall Ed., 1982, Barcelona – ESPAÑA)):
1. Ningún idioma tiene una sola palabra para designar un color, todos tienen como mínimo dos. Cuando hay solo dos, son siempre el blanco y el negro.
2. Cuando hay tres palabras, la tercera siempre es el rojo.
3. Cuando hay cuatro palabras, se añade el verde o el amarillo;
4. Cuando hay cinco, se han añadido ambos, el verde y el amarillo.
5. Cuando hay seis palabras, se ha añadido el azul.
6. Cuando hay siete palabras, se ha añadido el café.
7. Cuando hay ocho o más palabras, se añaden siempre el púrpura, el rosa, el naranja y el gris, y esto puede suceder en cualquier orden o combinación.
La norma sugiere que los idiomas adquieren los términos para designar los colores en un orden cronológico, que a su vez puede ser interpretado como una secuencia de las etapas de su evolución.
Partiendo de esto, parece que en los comienzos de la comunicación humana, el hombre tenía solo 2 palabras para calificar el color, el blanco y el negro, antes de llegar a distinguir gradualmente un tercer color, el rojo. En los idiomas que han alcanzado la etapa cuarta, es decir los que poseen cinco palabras básicas para los colores, sigue habiendo cierto grado de confusión. Los idiomas que han alcanzado la séptima fase y final deben haber pasado también por la etapa sexta, en la cual se añade el café .
Berlin y Kay descubrieron que muchas lenguas aborígenes de América Central tienen únicamente nombres para cinco colores básicos. Mostraron a los portavoces nativos unas cartas de Munsell con 40 matices, y les pidieron que delinearan las zonas cubiertas por cada término referido a un color básico. En esta carta típica, los colores denominados azul en español se incluyen en las zonas verdes, mientras que el rojo abarca muchos tonos púrpura. Algunas lenguas llegan a cubrir toda la carta con tan sólo dos términos básicos, el blanco y el negro.
A cada portavoz se le pidió también que indicara el punto focal de cada color: el más rojo, por ejemplo. Y como el foco rojo no varía entre lo que señala un francés y un cantonés o un apache, por lo menos no más de lo que varía entre dos franceses, Berlin y Kay se sintieron justificados al considerar que los términos de los colores básicos son universales.
Pero existen algunas excepciones sorprendentes de esta regla. El melanesio, el galés, el esquimal y el tamil no contienen el pardo en absoluto, mientras que los siameses y los lapones lo denominan “negro–rojo”; ni los griegos antiguos ni los greco-chipriotas modernos tienen una palabra para este color. El japonés también es un caso especial, ya que al parecer la palabra para el azul es más antigua que la palabra para el verde; si ello es así, ha invertido el orden natural de la evolución.
A grandes rasgos, la tesis de Berlin y Kay ha establecido una correlación entre antropología, lingüística y psicología, ha abierto un nuevo y fascinante campo de estudios. Estudios posteriores de Boynton variaron los detalles, pero no en lo sustancial, en el sentido de que todas las lenguas tienen un término para designar el negro, otro para el blanco y otro para el rojo. Si existen otros es para nombrar el amarillo o el verde y, por añadidura, el azul.
Imágenes de hellofaboy, Dan+Brady.